AVENTURAS DE UN PINFANO



los capítulos que inicialmente figuraron en este blog han sido incluidos y publicados en el libro "AVENTURAS DE UN PINFANO". En él se incluyen todas las aventuras que tuvieron lugar durante un periodo de siete años en el colegio San Antonio de Murcia. Se pueden adquirir ejemplares en La Casa del Libro; El Corte Inglés; la FNAC o Amazón.


INTRODUCCIÓN

Alguien dijo que la vida no es más que el recuerdo que tenemos de la vida. Bien, pues este es un trozo de mi vida o, más bien, lo que yo recuerdo de ella. Todas las historias que componen este libro sucedieron en realidad, aunque no pretendo decir con ello que todo lo que explico fuese la absoluta realidad, sino la realidad que yo recuerdo, matizada por el paso del tiempo y el desgaste que éste produce en los recuerdos.
Todas estas aventuras se desarrollaron en la ciudad de Murcia, en un período que abarca desde el año 1962 a 1970, en un colegio en régimen de internado. En él estudiábamos unos trescientos chicos con edades que oscilaban entre los diez y los dieciocho años. Todos los internos éramos huérfanos de padre militar y la administración del colegio dependía del Ejército de Tierra a través del Patronato de Huérfanos de Militares.
Los alumnos procedíamos de los lugares más dispares de la geografía española. Casi todas las ciudades, incluidos Ceuta y melilla y las diferentes islas, tenían alguna representación allí. Los había que venían de ciudades grandes como Madrid o Barcelona y los había que procedían de los más pequeños pueblos de Galicia o Andalucía. Allí nos juntábamos chicos de todas las edades, formas de ser y de las más variadas culturas, nuestro único denominador común era haber tenido un padre militar y disponer de pocos recursos económicos.
Dadas las características del colegio toda nuestra actividad estaba impregnada de estilo militar. Cómo en el ejército, el colegio era una mezcla curiosa de disciplina intransigente, arbitrariedad y descontrol. Si de nuestro ejército se dice, a modo de chiste, que parece el ejército de Pancho Villa, nuestro colegio sería, en este caso, el colegio donde estudió Pancho Villa.
Nuestro funcionamiento interior estaba a medio camino entre un cuartel y un colegio. Comíamos el pan de la intendencia del ejército -los famosos chuscos-, el pelo lo llevábamos cortado como los reclutas, dormíamos en literas y colchonetas del ejército y casi todas las cosas que nos rodeaban estaban impregnadas de un cierto toque cuartelero, incluidos los golpes de pito y los gritos.
El profesorado que teníamos también provenía del ejército. Casi todos ellos eran militares retirados, por una u otra razón, con cierta graduación militar y los pocos que no lo eran se habían habituado de tal manera al estilo de vida que, con toda seguridad, se habrían ganado algún grado militar en cualquier ejército. Todos ellos, al margen de su capacidad de docencia y de la asignatura que impartían, estaban marcados por un patrón común: creían con fe ciega en el palo y tente tieso. Incluso el cura que teníamos era capellán castrense y, para ser sincero, hay que decir que era mucho más acusada la vertiente castrense que la de capellán. Era nuestro "pater" aunque también se le conocía por muchos otros nombres poco reproducibles.
Yo me incorporé al colegio cuando tenía once años y permanecí allí hasta completar todo el bachiller. En el colegio entré, pues, dentro de la jerarquía de "pequeño" y salí cuando ya era todo un "mayor". Aquel, como cualquier otro colegio, tenía su propia estructura sociológica muy acusada; dependiendo del curso que se estudiaba se era considerado "pequeño" o "mayor" y esto marcaba toda la serie de actividades que tenías permiso para realizar. Pese a las diferencias de edad la convivencia no era difícil ya que, en general, había un hondo sentido de la solidaridad entre todos, independientemente de la edad, la necesidad creaba unión.
La importancia de ser mayor venía dada, principalmente, a que podían salir solos a pasear durante el tiempo de ocio de los fines de semana. Los pequeños, por el contrario, tenían que salir del colegio en grupos cogidos de la mano y vigilados. En cualquier caso, los pequeños sólo salían para ir al cine, nunca a pasear, por lo que, cómo se necesitaba dinero para ello y no era habitual tenerlo, los pequeños no abundaban en sus salidas. Nuestro mundo habitual durante los ocho meses que duraba el curso eran las paredes del colegio.
El edificio donde estábamos era un antiguo y vetusto palacio al que ya le pesaban los años ‑y posiblemente los cursos‑ cuyas amplias estancias y habitaciones se habían habilitado para servir de aulas. Era muy viejo y prácticamente se caía a pedazos de ahí que, en el último curso que estuve, nos trasladásemos a otro edificio que se construyó expresamente para sustituir al anterior. Si el primero era una ruina, el segundo fue una obra permanente ya que cómo lo ocupamos deprisa y corriendo, no hubo tiempo material de terminarlo. Todas las historias, a excepción de las correspondientes al último curso, corresponden al viejo palacio.
El viejo colegio era incómodo y carente de los más elementales servicios para albergar a un colectivo como el nuestro, baste decir como ejemplo que únicamente disponía de dos duchas y además en condiciones higiénicas deplorables ya que estaban al lado de una carbonera. Solo disponían de aguan caliente cuando funcionaba la cocina ya que las tuberías estaban conectadas con ella. En realidad era todo lo que teníamos durante todos aquellos meses y, con el tiempo acabé cogiéndole cariño y encontrando cierto encanto en todas aquellas viejas estancias. Este sentimiento nunca conseguí tenerlo por el nuevo edificio.
Aquel viejo palacio que había pertenecido originariamente al Conde de Roche tenía algunos elementos que lo hacían verdaderamente entrañable. Su propia ubicación ya era significativa en sí misma puesto que estaba situado entre un convento de monjas de clausura y uno de los focos de prostitución de la ciudad, la famosa cuesta de la Magdalena. Estaba, además, adosado a un cine de verano: el cine Imperial, y nuestro patio de juegos era precisamente el patio de butacas del cine al que durante el invierno le quitaban las sillas y quedaba completamente despejado. Las sillas, igual que la pantalla, se colocaban cuando abrían de nuevo el cine a comienzos de mayo, y entonces teníamos el patio completamente lleno de sillas lo que nos impedía jugar libremente, pero a cambio teníamos acceso directo al cine a través de todas las ventanas del colegio que daban a esa zona. En época de verano el terrado, las ventanas de algunos dormitorios y de algunas aulas, así cómo muchos otros lugares estratégicos, eran nuestras improvisadas butacas para ver el cine. En aquella época y a esa edad considerábamos más valioso tener un cine en tu propio patio que todos los inconvenientes que pudiera tener aquel viejo edificio.
Ya he señalado brevemente el tipo de profesorado que teníamos, pero ellos solo nos daban clase, no cuidaban directamente de nosotros fuera de sus horarios de clase; solamente venían al colegio a darnos su asignatura. Los que estaban encargados de nuestra vigilancia eran los pasantes, personal contratado exclusivamente para este menester. Ocasionalmente habíamos tenido algún pasante que era un alumno mayor que cursaba alguna carrera superior y seguía permaneciendo en el colegio. Pero estos casos eran una excepción, lo normal era que fueran personas ajenas al colegio que habían conseguido este trabajo. Cada uno de ellos tenía su propia personalidad que nosotros aprendíamos rápidamente a captar y la terminábamos sintetizando en el mote que le poníamos. Así teníamos a "el Pella", llamado así porque era una especie de masa de carne informe, "el Ciruelo" del que ignoro a qué debió su apodo ya que lo ganó antes de que yo me incorporase al colegio, "el Carioco" al que llamábamos así por estar medio chiflado, etc. El director era conocido popularmente por "el Jefe" o "el Púa".
El resto del personal del colegio era exiguo y básicamente lo componía el personal de cocina compuesto por el cocinero y sus dos ayudantes; el ayudante de secretaría; el barbero, que acudía un par de días por semana; y la señora encargada de la lavandería. Hay que hacer una mención muy especial de nuestro cocinero ya que él formaba la guinda de aquel variopinto pastel que era el colegio. Su nombre era Jesús, pero todos le conocíamos por el sobrenombre de "Chuchi". Era un homosexual con todas las plumas del mundo y un mal genio endiablado como consecuencia de una cojera muy pronunciada.
Todas nuestras actividades en el colegio estaban perfectamente marcadas y toda desviación de nuestros deberes recibía su correspondiente castigo. Por las mañanas, antes de ir a desayunar, debíamos asearnos, hacer las camas y acudir a oír misa. Todo el que no estuviera listo en el tiempo previsto quedaba encerrado en el dormitorio y se perdía el desayuno. Luego, a partir de las nueve de la mañana, comenzaban las clases con una pausa de media hora de patio hasta la hora de comer. Por la tarde de nuevo a las clases, con nueva pausa de patio, hasta la hora de la cena. Cuando no estábamos en clase o en el patio, estábamos en un amplio salón de estudio en el que cada uno de nosotros tenía un pupitre cerrado con candado en el que guardábamos nuestros libros y demás pertenencias personales.
Uno de los elementos más importantes de los que componían nuestro ajuar personal eran un par de buenos candados. Las taquillas que teníamos en el dormitorio eran de madera y lo primero que debíamos hacer al ocuparlas era ponerle más cáncamos y un candado. Igualmente, cuando cogíamos nuestro pupitre en el estudio, le colocábamos los consabidos cáncamos y el candado. Algunos pupitres tenían tantos agujeros con el paso de los años que se hacía difícil encontrar un lugar donde colocarlo. Con el paso de los cursos cada uno de nosotros había hecho acopio de un buen manojo de llaves para poder abrir el mayor número de candados posible caso de necesitarlo; de ahí que encontrar un candado difícil de abrir fuese una de las panaceas mas buscadas por todos. En general éramos bastante hábiles en el arte de abrir candados ajenos, pero algunos compañeros habían conseguido elevar su habilidad al puro virtuosismo.
Este es el marco general en el que se desarrollan las historias que se narran a continuación. Imagino que muchas de estas historias serán similares a las que tendrían en la misma época otros chicos de mi misma edad, sin embargo, el hecho de estar interno imagino que produjo un medio ambiente más propicio para algunos acontecimientos. La situación de estar aislado de nuestras familias y amigos, el hecho de depender por completo de nosotros mismos para las cosas más cotidianas, nos obligaba a ser autosuficientes y provocaba que tuviesen una gran importancia muchas cosas que, para el resto de los chicos de nuestra edad, apenas si podían tener significado alguno.
Son muchos los detalles que habría que añadir a esta introducción para que el lector pueda hacerse una idea exacta del lugar y el ambiente en que ocurrieron todas estas aventuras. Los detalles fundamentales, al margen de los ya descritos, irán apareciendo o ampliándose en cada una de las historias.